11 Feb Pensando en mínimos
Un rayo de luz que acaricia con delicadeza una esquina de piedra. Una sombra que, casualmente, dibuja la bisectriz de un muro. Tres piezas idénticas, armoniosamente colocadas sobre el pavimento. Un simple objeto anclado a una pared, manchando la blancura del encalado con un violento rojo. Tres aparatos originalmente idénticos, estropeados de manera única por el paso del tiempo.
Últimamente, cuando paseo, ya no sólo me fijo en las caras y expresiones de la gente, en la ropa de los transeúntes o las posibles composiciones en un grupo de personas. La fotografía de calle es una pasada y no voy a dejar de hacerla, que yo sepa, pero los objetos y los detalles de los mismos también tienen mucho que decir y transmitir.
Creo que, si sabes mirar, hay belleza en todos los rincones. Que si miras sin prejuicios, con el pulsador en la mano, dejando que te guíe tu corazón en vez de tu razón, las imágenes salen por sí solas, sin siquiera tener que buscarlas.
Y eso me parece algo precioso.
¿Y si hablamos de la pareidolia?
¿Te has tirado alguna vez en el césped y has visto formas y figuras en las nubes? Eso, amiga, se llama pareidolia.
La pareidolia (derivada etimológicamente del griego eidolon (εἴδωλον): ‘figura’ o ‘imagen’ y el prefijo para (παρά): ‘junto a’ o ‘adjunta’) es un fenómeno psicológico donde un estímulo vago y aleatorio (habitualmente una imagen) es percibido erróneamente como una forma reconocible. Una explicación de este fenómeno, conforme al funcionamiento del cerebro, es descrito por Jeff Hawkins en su teoría de memoria-predicción.
Unas raíces empujando bloques de hormigón, de tal forma que parecen los dedos de una mano saliendo de entre los escombros de un derrumbe. Una bola de helado en donde se aprecian los rasgos de un perro, o unas marcas de herrumbre que bien podrían ser un grabado victoriano.
A estas alturas, no considero que sea difícil ver imágenes. En este momento de mi vida pienso que lo difícil es no verlas por doquier.
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