25 Ene El arte que nos inundó
Una de las cosas que más me sorprende de esta nueva Sevilla en la que vivo, es el arte que respira por los cuatro costados. Arte plástico, arte musical, arte performativo, arte en todos y para todos los sentidos. Esto, aunque los tópicos afirmen lo contrario, no siempre fue así, al menos desde mi punto de vista privilegiado.
Cuando yo era peque —estamos hablando de los años noventa, muchísimo antes de la peatonalización de la Avenida de la Constitución, de la construcción del Metropol Parasol e incluso antes de la Expo’92 y sus pufos— la única música que podías escuchar en la calle eran los señores del organillo y la cabra. El único arte estaba encerrado en lugares fuera de mi alcance, como sesudos libros de historia, museos difíciles de visitar por mi cuenta o tabernas y cafés literarios que todavía me quedaban muy lejos.
Qué diferencia con lo que hay ahora, amigas. Qué increíble diferencia.
Nunca le tuve mucho cariño a los señores del organillo y la cabra. No era por clasismo, racismo o ningún -ismo en particular; simplemente era que se ponían los domingos a amenizar la mañana de los clientes del bar de mi calle, y como buena andaluza que soy, lo de despertarme antes de las doce del mediodía sin necesidad lo llevaba bastante mal.
No voy a hablar de galerías, grandes o pequeñas, como ahora abundan en esta maravillosa Sevilla del siglo XXI. No voy a hablar de Zunino, ni de Gatos en bicicleta, ni de Gallos Rojos, ni siquiera del Caixa Fórum. Por aquel entonces ya había pequeños recovecos y bonitas tabernas donde ver exposiciones, escuchar música y asistir a tertulias de uno y otro tipo, pero no estaban precisamente al alcance de una cría mimada de doce años cuyos padres no mostraban demasiado interés por los temas culturales.
Aquí voy a hablar de la calle
Hoy, aprovechando el maravilloso día de sol que nos ha regalado enero, he dado un paseo por la cámara por el centro de Sevilla. En menos de quinientos metros me he cruzado con un muchacho que pinta cuadritos con los dedos, otro que pinta retratos gigantes a pincel y uno que dibuja escenas hiperrealistas en tiza. Me he cruzado con bailaoras, con estatuas humanas, con guitarras y acordeones.
Y eso ha sido hoy. En otros días he encontrado violas y violines, cubos a modo de batería, cimbales, armónicas, trompetas y orquestas. He visto pequeños grupos de rock dándolo todo para una pequeña audiencia. Me he cruzado con muchachos soplando enormes pompas de jabón, chicas haciendo malabarismos y acrobacias, actores y actrices no sólo intentando ganar dinero, sino aportando felicidad y alegría al mundo por donde quiera que pasan.
El mundo al revés
Algo que me parece terriblemente curioso es todo el asunto de lo que podríamos llamar apropiación cultural, sobre todo en el mundo del arte callejero. ¿La chica que podéis ver en Plaza de España bailando flamenco? Es uruguaya. ¿El hombre con la cruz a cuestas, como si fuera un figurante de nuestra Semana Santa más castiza? Es de Europa del este. ¿La chica de rojo con tal maravilloso manejo del abanico? Es francesa, al igual que Rèmi, el taconeador más famoso del centro de Sevilla.
Por otro lado tenemos al Charro de Triana, que a primera vista parecería mexicano. Tenemos a algunas sevillanas cantando temazos en el más puro inglés con sus vozarrones privilegiados, a muchachos autóctonos tocando el violín y el teclado y todo tipo de instrumentos, rindiendo homenaje a artistas que vienen mucho más allá de nuestras fronteras.
¿Será porque a fin de cuentas, en casa de herrero, cuchillo de palo?
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